viernes, 6 de enero de 2017

IntraMed - Puntos de vista - Los pacientes, los celulares y el perro de Pavlov

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La verdad y otras mentiras (cerebro clínico) | 29 DIC 16

Los pacientes, los celulares y el perro de Pavlov

La comunicación amenazada por los dispositivos para comunicarse
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Autor: Daniel Flichtentrei 
"Se dedican a hablar de manera compulsiva, casi siempre sin tener nada urgente que decir, consumiendo su vida en un diálogo entre invidentes" Umberto Eco
Hace años que me ocurre, pero cada vez es peor. Un paciente ingresa a mi consultorio, tomo sus datos, sus antecedentes, el motivo de la consulta. Intento concentrarme en lo que dice y en cómo lo dice: en el tono de voz, sus gestos, su mirada, la posición del cuerpo sobre la silla. Pero suena el celular. Una llamada, un mensaje, un mail. Sonidos diferentes, todos igual de molestos. Los más discretos no atienden, pero se distraen, y yo también. Miran con disimulo la pantalla, bajan una mano delicadamente y sus dedos se mueven nerviosos (como si no les pertenecieran). Saben que los estoy mirando pero no pueden evitarlo, algo más fuerte que ellos los gobierna. Me quedo callado. Espero hasta que la comunicación entre nosotros se restablece. Pero los ruidos vuelven y vuelve su compulsión en la mirada y en los dedos. Algunos me dicen: “disculpe doctor, tengo que atender una llamada”. Me vuelvo a callar. Escucho como toma un pedido de trabajo, o acuerda la hora en que pasará a buscar a la nena por su clase de inglés, o la lista del supermercado. Espero. Incómodo, harto.
En cada oportunidad no puedo dejar de sentir que algo se rompe. Que hay un invitado indeseable en el encuentro entre mi paciente y yo. Que lo que una persona tiene que decirme, o lo que yo tengo para decirle a él, está subordinado a algo más urgente, más importante, de acuerdo con su criterio. Competimos por la atención. Y pierdo, siempre pierdo.
Encuesta IntraMed a médicos (diciembre 2016)
La razón y el rito de la consulta médica
La consulta médica –al menos tal como yo la concibo y la practico- es un ejercicio intelectual donde alguien nos ofrece un relato y otro  busca -con la concentración de un sabueso- los rastros de lo que ocurre. Las señales son múltiples y no todas explícitas. Las cosas siempre han estado allí, pero es la sagacidad del detective la que logra reunirlasy darles coherencia. Sherlock Holmes y Hercules Poirot husmean en el consultorio. Hay una secuencia en la que el encuentro alcanza una profundidad que va creciendo a medida que pasan los minutos. Volver a empezar a cada momento nos condena a la superficialidad. El teléfono rompe la ceremonia. La fragmenta hasta vaciarla de sentido. La relación médico / paciente tiene un aspecto ritual, no solo racional. Y esa liturgia no es trivial. No es un fútil ejercicio de pensamiento mágico. Es el sustento indispensable de la confianza mutua y el recurso intersubjetivo mediante el cual se desencadenan las complejas operaciones cognitivas que permiten construir un diagnóstico. La medicina se sostiene por completo en ese encuentro. Sin él no hay nada. Pura información, datos sueltos, ruido comunicacional sin ningún significado.
El único diagnóstico al que puedo llegar en esa situación es que entre mi paciente y su teléfono existe una relación más estrecha que entre él y yo. Mientras yo percibo que el celular nos distrae; mi paciente siente que el que los distrae (a él y a su telefonito) soy yo. El vínculo ha sido asesinado.
Hace unos días visité a un paciente en la Unidad Coronaria. Apenas llegué activó su celular en altavoz. Su esposa del otro lado de la línea hacía preguntas y comentarios. No contesté. Me dispuse a auscultar su corazón. La voz chirriante de esa mujer me lo impedía. Quise apagar el teléfono pero no supe cómo. Lo ahogué con la almohada como un asesino de película de Hitchcock. Gimió como un pájaro herido hasta que el sonido se fue apagando definitivamente. Cuando me iba, el paciente rescató su celular de las profundidades de la cama. Lo reanimó con caricias de padre amoroso. Extendió su brazo sobre mis hombros. Pensé que estaba conmovido y agradecido por mi atención. Mirándome a los ojos dijo: doctor, ¿le molesta si nos sacamos una foto para mi Facebook? Pensé que estaba poniéndome viejo e intolerante. Preferí despedirme sin comentarios.
No es un capricho. No es una herida narcicística profesional. Es simplemente que no existe manera de ejercer la medicina en una comunicación atomizada y discontinua.  El médico hace un trabajo que es al mismo tiempo intelectual y corporal. Hay una tensión en el pensamiento y en el cuerpo que se dispone a desplegar sus antenas más sensibles para captar señales minúsculas. Como piedras de un collar, selecciona algunas y descarta otras. Las hilvana mediante un delicado cordel de sentido que las mantiene unidas. A veces, con suerte y con empeño, se encuentra una clave que nos revela un nombre. Y ese nombre nos abre una puerta. Entonces formulamos una conjetura plausible. Y la sometemos a prueba, una y otra vez, mediante nuevas preguntas, exploraciones físicas o complementarias. Hay una intuición encendida, pero nunca nos abandonamos a ella sino que la interrogamos y la desafiamos todo el tiempo.
Pero los celulares están allí. Omnipresentes. Inoportunos. No son solo adolescentes, también son adultos y ancianos. Hombres y mujeres. Hay algo que no puede esperar. Un llamado impostergable. Una orden con ringtone de Los Palmeras. La mirada furtiva que obedece, el dedo clandestino buscando la pantalla. El perro de Pavlov rendido a ese estúpido sonido.  

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