jueves, 24 de diciembre de 2015

El futuro de nuestra salud sigue en peligro


El futuro de nuestra salud sigue en peligro

No se puede bajar la guardia porque cuando una crisis se olvida vuelven a aparecer los apóstoles de la pseudociencia como si nada hubiera ocurrido


http://elpais.com/elpais/2015/12/22/planeta_futuro/1450802231_464802.html
Balmis logró realizar más de 100.000 vacunaciones contra la viruela. AMPLIAR FOTO
Balmis logró realizar más de 100.000 vacunaciones contra la viruela.

Según parámetros generalmente aceptados, no sujetos a controversia por la simple razón de que se pueden medir, la salud de los europeos, estadísticamente hablando, no estaría en peligro; en España, la esperanza de vida al nacer era de algo menos de 40 años a comienzos del siglo XX, y ahora es de más de 80. De las mayores amenazas conocidas para la salud como ébola o sida, por ejemplo, y sin que se pueda decir que están controladas, se sabe qué las causa, cuál su peligro y, aunque no se apliquen, se conocen los tratamientos para prevenirlas.
Aquí me voy a referir a peligros para la salud menos tangibles, que buena parte de la población no considera tales: informaciones sin rigor que circulan libremente, llegan al gran público y someten la salud de los consumidores a cada vez un mayor número de peligros, de origen natural o económico, simplemente porque son también una inmensa oportunidad de negocio; los que viven de la alarma no dudan en crearla, incluso de la nada si es preciso.

La alarma gratuíta tiene una larga tradición en el mundo civilizado y, por raro que parezca, en los países más avanzados. Alemania, país donde no hace mucho se atribuyó al pepino español un efecto tóxico que causó varios muertos, toxicidad que acabó demostrándose se debía a la falta de control de productos de agricultura ecológica nacionales, tiene el dudoso honor de ser el país origen de la homeopatía, que avanza en todas las sociedades desarrolladas, muchas veces con la complicidad de autoridades políticas y lo que es más grave, académicas, a pesar de que sus virtudes, más allá de un supuesto efecto placebo, jamás han llegado a ser demostradas
También es la cuna del movimiento anti-vacunas, y el trágico ejemplo que hemos vivido en las últimas semanas en España, por muy grave que haya sido, todavía se considera una pequeña anécdota, una especie de daño colateral por los que han contribuido a poner en riesgo un sistema que funciona perfectamente. Calmado el interés de los medios, cuando parecía que todo estaba claro, sorprendentemente vuelven a aparecer charlas y conferencias en distintos puntos que, como si nada hubiera ocurrido, ponen en duda las ventajas de la vacunación, a veces con la complicidad de organizadores que sólo piensan en llenar su sala. Tristemente, en los últimos días hemos visto un ejemplo en un centro de educación público.
Francia es otro templo de la credulidad, en este caso ante los movimientos quimiófobos que se ceban, ente otros, con los supuestos riesgos de los disruptores endocrinos. Por ejemplo, aprobó una ley que restringe (prohibe en la práctica) el uso del Bisfenol A (BPA), sustancia de la que tanto la Autoridad Europea de Seguridad Alimentaria como la Food and Drug Administration de EE. UU. han certificado su seguridad. Después de que el el Consejo Constitucional de Francia dictaminara el pasado 17 de septiembre que prohibir materiales fabricados a partir de BPA destinados al contacto con alimentos y su exportación es anticonstitucional, no sabe cómo salir del atolladero, porque tiene que desandar el camino andado, que por cierto ha costado a las industrias del plástico y del envase metálico miles de millones de euros. En este escenario sorprende especialmente que en España un partido político que compite en las elecciones generales de diciembre haya incluido esta trasnochada prohibición en su programa, lo que denota que la ciencia no tiene un papel destacado por el momento en sus planteamientos.
Hay que intentar alarmar lo más posible a la población, bajo la excusa de una serie de peligros, generalmente imaginarios, y con frecuencia asociados a la denostada industria química que convierte sustancias de distinta procedencia, natural o sintética, en sustancias con una composición y propiedades definidas y controladas que en general son de utilidad para la humanidad.
Con la premisa de que todas las enfermedades están causadas por nuestras emociones y que bautizan sus prácticas comobioemocionales, medicinas ancestrales, alternativas o integrativastambiénse sigue captando la atención, y los dineros, de incautos por doquier.
Algunas organizaciones ambientales son presa fácil de los apóstoles de la alarma
Entre los que viven —o pretenden vivir— de la alarma hay una serie de características comunes. La primera es la falta de rigor en sus alegaciones. Raramente se basan en algún estudio científico, entendiendo como tal al que se lleva a cabo por científicos de instituciones acreditadas, validado por las autoridades internacionales de seguridad alimentaria o agencias del medicamento, ni por supuesto en lo publicado en las revistas internacionales de prestigio. Este es el lugar natural para publicar los resultados de todo tipo de investigaciones, previo examen de otros expertos del área, revisores o referees, que formulan objeciones, interpelan a los autores y piden aclaraciones fundamentadas antes de aceptar una publicación, y quede constancia de que el trabajo que se pretende publicar se ha desarrollado teniendo en cuenta el conocimiento científico anterior, y, que las investigaciones o experimentos los puedan reproducir en sus propios laboratorios otros grupos de investigación que validen la exactitud o precisión de los resultados.
Desafortunadamente algunas organizaciones ambientales son presa fácil de los apóstoles de la alarma, y de hecho algunas viven exclusivamente de ella, confundiendo ésta con la denuncia de hechos claramente punibles como talar un bosque o realizar un vertido tóxico ilegal. Quizá el ejemplo más claro sea el interminable y estéril debate sobre los organismos genéticamente modificados. Un ejemplo muy reciente es el intento de declarar Madrid "zona libre de transgénicos", iniciativa sin ningún fundamento científico, tal como se puso de manifiesto en un debate del pasado verano en el que tuve la oportunidad de participar, y en el que se manejó un concepto de democracia verdaderamente chocante como era, para algunas personas, que la peligrosidad de determinadas sustancias se pueda decidir por votación y no por el conocimiento científico: los organismos genéticamente modificados serían peligrosos porque así lo cree buena parte de los ciudadanos.
Así un fin absolutamente honorable como es proteger el medioambiente se convierte en una actividad claramente pseudocientífica que mina su credibilidad. Un concepto tan razonable y fundamentado como el principio de precaución, que se debe aplicar cuando la evaluación científica no determina un riesgo con suficiente certeza, se convierte en una coletilla que lleva a posicionamientos absurdos como prohibir algo por si fuera peligroso, o reclamar demostrar que no lo es. Pero eso no es posible. No se puede demostrar que el agua que bebemos no tiene arsénico. Se puede comprobar que tiene menos arsénico que el que detecta el instrumento más preciso, y si para ese nivel de concentración no se ha demostrado ningún efecto nocivo, pero nada más. Es algo complicado de entender, sobre todo para los que no quieren entrar en el rigor del debate científico sino imponer sus creencias.
Así se hace la ciencia, pero los nuevos apóstoles no están interesados en el método científico. Se da por zanjado el asunto simplemente porque el peligro "es de sobra conocido" y las decisiones de salud se fundamenten en creencias u opiniones en lugar de por el conocimiento científico. Y uno de los riesgos más importantes a los que nos enfrentamos en estos momentos es la entrada de estos conceptos en el ideario de algunos de los nuevos grupos y partidos que han abrazado la pseudociencia entre sus planteamientos.
Un fin honorable como es proteger el medioambiente se convierte en una actividad pseudocientífica que mina su credibilidad
El principal riesgo para la salud podemos encontrarlo no en la adopción de prácticas en su mayor parte inocuas, sino en el abandono de tratamientos y procedimientos que tienen acreditada su eficacia. Incluso investigaciones académicas recientes han comenzado a explicar con estudios ad hoc, realizados con métodos científicos, por qué hay personas que, en favor de terapias pseudocientíficas, rechazan la medicina convencional basada en la evidencia, es decir, generan una especie de incapacidad para distinguir entre la realidad y la ilusión.
El caso reciente de la difteria, y muchos otros menos conocidos pero no por ello menos frecuentes y sobre todo trágicos, como el abandono de tratamientos eficaces contra el cáncer por terapias ineficaces debería llamar la atención de las autoridades, y claramente deberían llevar a criminalizar determinadas prácticas y a los que las ofrecen sin escudarse en que los pacientes eligen libremente adoptar o no un tratamiento.
También me gustaría recordar a los medios de comunicación, y lamentablemente en el último año hemos vivido y seguimos viviendo multitud de ejemplos, que ante este tipo de informaciones es esencial extremar la precaución, contrastar las fuentes todas las veces que haga falta, y sobre todo no ser equidistantes entre la charlatanería y el auténtico conocimiento. No se puede bajar la guardia, porque en el momento en que una crisis o alarma se olvida vuelven a parecer los apóstoles de la pseudociencia como si nada hubiera ocurrido. Las alegaciones basadas en planteamiento falsos nunca pasan de moda, porque no es preciso actualizarlas a la vista de los desarrollos y avances en el conocimiento.
Después de muchos siglos de progreso, no podemos permitirnos poner innecesaria y gratuitamente en peligro nuestra salud.
 Miguel Aballe es físico y director de la Asociación de Latas de Bebidas

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