Se ha sentado sobre el escritorio. Eligió esa posición para obligarme a mirarla a los ojos. Quiere que lo que sucede a nuestro alrededor desaparezca y que toda mi atención se concentre en ella. Gesticula. Acentúa las palabras de modo que cada frase obtenga el énfasis que ella considera imprescindible.
- ¿Me entendés? Pasan los años y nos vamos poniendo insensibles. Todos los días vivimos situaciones que deberían estremecernos pero no podemos parar. No hay tiempo para pensar, ni para llorar, ni para sentirse a uno mismo. Nos anestesiamos. Pero no sólo al dolor ajeno sino al nuestro. Ya no se trata de no percibir lo que otra persona sufre. Somos tan idiotas que no sentimos nuestro propio sufrimiento. Ni nuestras alegrías, ni nuestras necesidades. ¡Por favor decime que entendés de qué hablo! Ye me doy cuenta que vos lo sabés pero no decís nada.
A sus espaldas pasa una camilla empujada por una enfermera. Lleva a una mujer con la piel blanca como si la hubiesen pintado con tiza. Un sendero rojo que baja entre sus piernas deja a su paso gotas enormes y redondas de sangre sobre el piso. Dos hombres traen a un adolescente tomado por los brazos. Lo arrastran oponiéndose a los intentos que él hace por soltarse. Hay un viejo envuelto en una colcha con agujeros que le cubre la espalda y la cabeza. Tirita. Una mujer le acaricia la frente y le moja los labios con una tolla empapada. Una médica corre con un chico en brazos. Debe tener dos o tres años. Se contorsiona con movimientos convulsivos. Emite unos sonidos salvajes, prehumanos, un desfiladero de espuma sale desde su boca y queda suspendido en el aire adherido al mentón. Desaparecen detrás de un biombo.
- Es una locura. Nada de esto tiene sentido. Quedamos exhaustos. Cuando ya no podemos más nos zambullimos en una cama sucia y dormimos un rato. O nos quedamos mudos, sentados unos frente a los otros sin saber qué nos ha sucedido. Como árboles caídos después de la tormenta. Algunas veces, un poco de alcohol. Otras, un rato de sexo irresponsable. Mudos, porque no tenemos nada que decirnos. Nos damos caricias y besos como si fueran jarabe. Vitaminas que nos permitan seguir adelante. Y seguimos. Como si supiéramos hacia dónde. Estamos tan agotados que nos quedamos sin palabras. Necesitamos tocarnos, mordernos, lamernos. Nos decirnos con el cuerpo que estamos acá. Vivos. Que somos los mismos que fuimos. Que la vida loca que llevamos todavía no nos ha tragado. Nos reconocemos. Desnudos en habitaciones clandestinas. Dejamos hablar al cuerpo. Pero no entendemos lo que nos dice.
Veo la silueta de los hombres forcejeando con el adolescente. Se escapa. Está desnudo. Corre de un extremo a otro de la sala. Ellos lo persiguen. Al pibe lo mueve una energía sobrenatural. Grita. Voltea una mesa con instrumental. Un objeto de vidrio estalla contra el piso.
- ¿Sabés? Ayer volví a sentir cosas de las que ya ni me acordaba. No sé…, cosas en el cuerpo. Una especie de frío, una sensación extraña que me recordó que mis pechos aún estaban allí. Se me erizó la piel. Me inundó el olor del patio de mi casa. Una mezcla de alpiste que llegaba desde el jaulón donde el abuelo criaba sus canarios y del jazmín del país que mi vieja cuidaba como a un hijo desde que yo era una nena. Entonces me llamaron para hacer un parto. Te juro que lamenté interrumpir ese momento. Cuando llegué me esperaba una mujer de mi edad pero que se disponía a tener su quinto hijo. Pensé que siendo tan parecidas vivíamos vidas tan diferentes. Le pregunté si estaba bien. Me dijo que sí con la cabeza. Hice el parto y ella no se quejó ni una sola vez. Aceptó el dolor como un destino. Permitió que su vientre dejara salir lo que ya no debía estar en su interior. Apoyé al bebé sobre su pecho. Era una nena. La miró y me pidió que me la lleve. Sentí admiración por esa mujer. Un dolor profundo por la vida que le había tocado vivir. Vergüenza de mí misma, de mi insatisfacción y mi cobardía. Y se lo dije: “Te admiro mucho, sos una gran mujer”.
El muchacho elude a sus perseguidores como un jugador de rugby. Acá todo es un caos. De pronto se detiene y me habla. – “Deciles que es verdad. Deciles que hay alguien metido en mi cabeza. ¡Decíselos! Yo sé que vos también lo escuchás”. Dos pares de manos lo sujetan. Lo envuelven con una sábana y lo levantan en el aire. Por algún motivo hoy todos piensan que yo puedo escuchar sus propias voces interiores.
- Un rato más tarde volví para hacer otro parto. La mujer que había atendido hacía apenas una hora me llamó. Nos miramos durante algunos segundos. –“¿Vos tenés hijos?” – me preguntó. Le dije que no. Que me gustaría pero que nunca llegaba el momento. Que me daba un poco de miedo. Que no tenía pareja. Que no sabía muy bien qué quería. Que estaba confundida. Me tomó la mano y me acercó hacia ella. – “Llevátela –me dijo- por favor llevátela. Quiero que seas vos. Yo no puedo más”.
Sobre la pared del fondo alguien escribió “Boca manda” con aerosol negro. Un bebé llora. Escucho las palmadas rítmicas de la madre sobre su espalda. Detrás de nosotros dos mujeres conversan. Una vende ropa interior y la otra regatea el precio. Una voz llega desde la radio. Dice que amanecerá a las 7.05, que habrá intensa niebla matinal y que se esperan lluvias por la tarde.
- No sé qué me ocurrió. Pero lloré desesperadamente. Cuando me di cuenta estaba acostada al lado de esa mujer. Ella me abrazaba y me consolaba. ¡Ella a mí! ¿Te das cuenta? –“Llevátela –me decía- yo sé que vos sos la persona indicada”. Esta mañana volví a verla con la beba en mis brazos. Le pregunté si estaba segura. Si sabía lo que hacía. Me entregó una bolsa de plástico con algunos pañales y una mantita tejida al crochet con lana rosa. Sostuvo a la nena y la examinó en detalle. –”Es muy linda – me dijo- las dos se necesitan”. Y me la devolvió como si me hiciera una ofrenda. Después la asistente social me acompañó a la oficina del registro civil y comenzamos los trámites para la guarda transitoria. No sé qué me pasa pero no voy a perder tiempo en averiguarlo. Es como si tuviese un hambre incontenible. Un apetito extraño y poderoso. Pero uno que sólo se puede saciar amando a otra persona. Aunque de otra manera, como esa mujer, yo tampoco “puedo más”.
Una mucama pasa arrastrando un carrito que emana un intenso olor a mate cocido. Las ruedas corren sobre las irregularidades del piso. Un estruendo de vajilla y latas aturde el lugar. Entra un policía con un hombre esposado con las manos en la espalda. Camina con la cabeza gacha. Tiene el cabello pegoteado con sangre coagulada. Se deja llevar. Está derrotado. La sirena de una ambulancia se hace cada vez más intensa. Frena. Dos portazos retumban por el pasillo. Alguien grita pidiendo un médico. Los veo ponerse de pie y salir corriendo hacia la puerta de acceso.
- ¡Me voy! Ya no quiero estar en este lugar. No voy a permitir que ser médica me impida ser madre. Me llevo a esa nena. Juntas vamos a encontrar otra forma de vivir. Ya está. Ya pasé por aquí y no quiero quedarme más. ¡Decime que me entendés! No te quedes callado. Es la primera vez en muchos años que sé lo que hago. ¡Decime algo! Por favor, estoy muerta de miedo…  
Uno de los médicos camina al costado de la camilla. Sostiene un frasco de suero en alto con su mano derecha. Con la otra apoya una máscara de oxígeno sobre la boca y la nariz de un hombre. Ella me abraza. Llora con ruidos absurdos y un temblor inconstante. Una lágrima suya baja por mi oreja. Sigo su trayecto pero la pierdo al llegar al cuello. Siento su cabeza sobre mi boca. Huele a mujer y a leche. Tengo frío. No sé qué decir. La aprieto contra mi pecho. La peino con los dedos y la beso en la frente.