jueves, 17 de abril de 2014

Sugerir que los hombres y las mujeres son diferentes es un tabú - IntraMed - Arte y Cultura

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11 ABR 14 | Steven Pinker, Científico cognitivo y profesor en la Universidad de Harvard
Sugerir que los hombres y las mujeres son diferentes es un tabú
Uno de los científicos cognitivos más polémicos del mundo ofrece sus opiniones sobre la violencia, el feminismo, la religión o el divorcio entre las ciencias y las letras.

Steven Pinker
 
Esta entrevista fue publicada originalmente bajo licencia CC-BY en Mosaic, una iniciativa de la Wellcome Trust. Ha sido traducida por Christian Law.

La misma semana que entrevisto en su despacho de Harvard al psicólogo cognitivo y autor superventas Steven Pinker, la policía da a conocer las angustiosas grabaciones de las llamadas de emergencia durante el tiroteo del colegio Sandy Hook. En Yemen, un atentado suicida contra el ministro de Defensa mata a más de 50 personas. Un profesor estadounidense es asesinado a tiros mientras hace jogging en Libia. Varias personas mueren en los enfrentamientos entre facciones políticas en Tailandia. Se envían mediadores de paz a la República Centroafricana…

En resumen, es fácil encontrar historias que parecen contradecir uno de los principios rectores del trabajo de Pinker: que lenta, pero inexorablemente, la ciencia y la razón están haciendo del mundo un lugar mejor. Si no bastan los estragos de la guerra, ¿qué tal el predominio en América de teorías no científicas sobre el origen de la vida? ¿O el impacto potencialmente catastrófico del cambio climático, unido a la noticia –conocida también la semana de nuestra entrevista– de que el 23% de los americanos no cree en ello, un 7% más que hace solo ocho meses?

Aunque está en consonancia con sus maneras alegres y esa amabilidad que atribuimos a los canadienses, el optimismo implacable de Pinker es, a primera vista, un enigma. Su ilustre carrera –ha sido dos veces finalista del Premio Pulitzer por sus libros Cómo funciona la mente (1997) y La tabla rasa: la negación moderna de la naturaleza humana (2002)– se define sobre todo por su defensa del espinoso concepto de la naturaleza humana: la idea de que las predisposiciones genéticas explican en su mayor parte aquello que pensamos, sentimos y hacemos. Por qué nos comportamos con los demás como lo hacemos y por qué destacamos en ciertas facetas y no en otras.

Pinker se ha visto envuelto en más de una polémica por ello. Por ejemplo en 2005, cuando defendió a Larry Summers, entonces presidente de la Universidad de Harvard, quien había insinuado que el hecho de que hubiera menos mujeres ejerciendo en el ámbito de las ciencias y las matemáticas podría deberse a diferencias congénitas.

“En cuestión de eficacia y justicia, deberíamos tratar a cada individuo como tal, sin prejuzgarlo”
“Sugerir que los hombres y las mujeres sean diferentes por razones que van más allá de su adaptación a la sociedad, sus expectativas y sus inclinaciones y barreras ocultas es un tabú casi absoluto”, dice Pinker. Critica libros como Vayamos adelante, de la directora operativa de Facebook Sheryl Sandberg, por no contemplar la idea de que los hombres y las mujeres podrían no tener “idénticos deseos en la vida”. Pero Pinker también insiste en que tomarse en serio esas posibles diferencias no debería justificar políticas o prejuicios que excluyan a las mujeres de los puestos de mayor capacitación o autoridad.

“Si las hay, las diferencias a nivel de sexo se producen en dos poblaciones superpuestas, así que por cada rasgo (femenino) que queramos nombrar, habrá muchos hombres que lo tendrán más desarrollado que las mujeres, y al revés. En cuestión de eficacia y justicia, deberíamos tratar a cada individuo como tal, sin prejuzgarlo.”

Se da por supuesto que alguien que se toma en serio la naturaleza humana es un fatalista y probablemente, un conservador. Si estamos programados para ser como somos –ese es el razonamiento– más nos vale aceptarlo y abandonar toda esperanza de cambiar. Pero el último libro de Pinker, Los mejores ángeles de nuestra naturaleza, puede interpretarse como un mamotreto de 800 páginas que contradice esa idea. No solo podemos cambiar sino que si medimos la mejora por la violencia que nos infligimos unos a otros, en efecto hemos cambiado extraordinariamente.

“A menudo me he encontrado con este reparo: la existencia de la naturaleza humana –que implica móviles tan desagradables como la revancha, la dominación, la avaricia y la lujuria– haría inútil el tratar de mejorar la condición humana, porque los humanos son depravados por naturaleza”, dice a sus 59 años este hombre cuyo aspecto singular–hoy luce botas negras de cowboy– hace que a menudo le paren por la calle. “O bien hay otra objeción: que deberíamos perfeccionar nuestro destino, y por tanto, no es posible que exista la naturaleza humana”.

“El temor de aceptar la naturaleza humana impide cualquier intento de mejorar la condición humana”
Pinker lo atribuye “al temor de que aceptar la naturaleza humana impediría cualquier intento de mejorar la condición humana”. Los mejores ángeles… sostiene que esto es una interpretación equivocada de lo que significa la naturaleza humana. No deberíamos identificarla con una serie de comportamientos. Más bien somos dueños de una compleja diversidad de predisposiciones, violentas y pacíficas, que pueden activarse de distintos modos en distintos entornos. El título del libro, extraído del discurso inaugural de Abraham Lincoln es “una alusión poética a aquellas partes de la naturaleza humana que pueden derrotar a las partes más desagradables”, explica Pinker.

Pero Los mejores ángeles… destaca sobre todo por el peso de las pruebas que acumula, extraídas de la arqueología forense, las estadísticas oficiales, los registros municipales y los estudios que los atrocitólogos han hecho de los genocidios históricos y otras matanzas. El libro demuestra que los homicidios, en proporción a la población mundial en un momento dado, han caído en picado. Si miramos así las cifras, la Segunda Guerra Mundial no fue la mayor atrocidad de la historia, sino en realidad la décima.

“Se piense lo que se piense de la naturaleza humana es un hecho que ya no arrojamos vírgenes a los volcanes”
Pinker se explaya, a veces con una minuciosidad inquietante, en horribles métodos de tortura que en su día fueron pura rutina. “La Horca del Hereje tenía un par de pinchos afilados en cada extremo”, escribe en el pasaje sin duda más espantoso. “Un extremo se apoyaba bajo la mandíbula de la víctima y el otro en la base del cuello, de modo que cuando sus músculos se agotaban, los pinchos se le ensartaban por los dos sitios”.

“Se piense lo que se piense de la naturaleza humana”, dice Pinker, “es un hecho que ya no arrojamos vírgenes a los volcanes. Tampoco ejecutamos a la gente por robar en una tienda, como se hacía antes.”

Pinker lo atribuye a diversos factores, desde el auge del estado y las ciudades hasta la alfabetización, el comercio y la democracia. Que esto sea una garantía universal de racionalidad científica está aún por ver. “Al igual que otros devotos de los valores de la Ilustración”, escribió el crítico John Gray, “Pinker prefiere ignorar que muchos pensadores de la Ilustración han sido doctrinalmente antiliberales, y unos cuantos han apoyado el uso de la violencia política a gran escala”. Pero es difícil rebatir que las opciones de morir de mala manera son mucho menores en 2014 que en 1014.

Ataques xenófobos y limpiezas étnicas

Probablemente cueste asimilar el mensaje de Pinker porque nuestras expectativas van por delante de nuestro comportamiento, lo que generaría la impresión de que las cosas empeoran. “Los ataques xenófobos a los musulmanes son deplorables y debemos combatirlos, y habla bien de nosotros que nos preocupemos cuando suceden”, dice Pinker. “Pero comparados con los pogromos del pasado y las limpiezas étnicas, no son más que ruido de fondo: no es un fenómeno de la misma magnitud que las expulsiones étnicas de otros tiempos”.

Incluso hemos asistido a la aparición de una nueva categoría de actos condenables. Cojamos el bullying, dice Pinker. “El presidente de los Estados Unidos hizo un discurso denunciándolo. Cuando yo era niño, eso se habría tomado a risa”. Mientras seguimos construyendo un entorno que active más nuestras inclinaciones pacíficas y menos las agresivas, los casos de mal comportamiento empiezan a chirriar.

“Nos preocupamos de más cosas porque sabemos que hay más cosas de las que preocuparse”
De hecho, la psicología evolutiva, una de las diversas especialidades de Pinker, explica el por qué. Por razones que en su día tenían mucho sentido, nuestros cerebros están adaptados para concentrarse más en las malas noticias que en las buenas, más en las amenazas intensas  que en las difusas, y más en los horrores recientes que en las atrocidades remotas. Nuestro grado de ansiedad sobre el futuro podría en realidad ser una señal del triunfo de la razón.

“Podría interpretarse como una señal de que maduramos”, dice Pinker. “Nos preocupamos de más cosas porque sabemos que hay más cosas de las que preocuparse. Cada vez que vamos a un restaurante nos preguntamos si estaremos ingiriendo grasas saturadas o carcinógenos. La principal inquietud de la generación de mis padres era: ‘¿Está rica la comida?’”

La evolución del lenguaje

Muchas de las ideas más ambiciosas de Pinker sobre ciencia y moral humana tienen su origen en una observación, aparentemente insignificante, sobre los verbos irregulares. Partiendo de las ideas revolucionarias sobre lingüística de Noam Chomsky, Pinker sugirió que algunos de los errores lingüísticos elementales que cometen los niños “captan la  propia esencia del lenguaje”.

Cuando un niño de 3 años dice “no me cabió” o “el gatito andó”, lo que está haciendo, dice Pinker, es aplicar correctamente una regla gramatical, y si comete un error es solo porque esa regla no se aplica con esos verbos. Como no ha podido aprender “cabió” o “andó” imitando a los hablantes adultos, todo apunta a la presencia de una maquinaria cognitiva innata –un “instinto lingüístico” por citar el título de un libro de Pinker- que permite a los niños construir nuevas formas lingüísticas siguiendo las reglas. Los verbos irregulares juegan incluso un papel importante en la vida privada de Pinker: conoció a su mujer, la filósofa Rebecca Goldstein, a través de un intercambio de correos eletrónicos después de que él mencionara el buen uso que ella hacía del participio pasado stridden [caminado] en su libro Palabras y Reglas.

“La premisa de la ciencia es enriquecer y diversificar las herramientas intelectuales del conocimiento humanístico, no anularlas”
Años más tarde, en 2007, en el libro El mundo de las palabras, Pinker amplió el razonamiento a las estructuras del mentalés, el “lenguaje del pensamiento” sin palabras que, según él, utilizamos al pensar. Cuando, por ejemplo, usamos un lenguaje espacial para hablar del tiempo –como en “un largo día” o “adelantar” una reunión– ¿podríamos estar sirviéndonos de una tendencia pre-lingüística, intrínseca, a pensar en la noción abstracta del tiempo por analogía con el espacio, algo mucho más comprensible para un humano temprano preocupado por la comida, el cobijo y la supervivencia?

La visión de la mente como un conjunto de módulos que han evolucionado para afrontar desafíos cognitivos concretos en las llanuras del Pleistoceno aparece desarrollada con mayor ambición en Cómo funciona la mente. El libro es un esfuerzo deslumbrante por “diseñar a la inversa” todas nuestras capacidades mentales, y en él Pinker se plantea cuál es el fin para el que ha sido elegida cada una. El amor, el humor, la guerra, los celos, el asco que sentimos ante la idea de comer ciertos animales pero no otros, los tabúes religiosos relacionados con los alimentos, las mentiras compulsivas: nada escapa al escalpelo racionalista de Pinker.

Asumiendo que uno acepte el planteamiento del libro, es casi imposible, después de leerlo, aferrarse a la idea romántica de que nuestra vida interior es algo más que los hechos desnudos de la biología y la selección natural. Hay una notable excepción, y es el modo en que el cerebro genera conciencia o conocimiento consciente. Después de tratar el tema en extenso, Pinker concluye finalmente: “¡Me supera!” Hay razones para creer, sostiene, que los humanos podríamos carecer de la capacidad mental para solucionar el problema de la relación cuerpo-mente.

Pero la cuestión filosófica –hasta dónde puede o debe llegar la ciencia en la vida de la mente– provocó un debate acalorado el año pasado, cuando Pinker escribió un artículo para New Republic titulado La ciencia no es tu enemiga. En parte fue una reacción a los informes que llegaban de ambos lados del Atlántico sobre el descenso del número de estudiantes en las asignaturas de humanidades y supuso la intervención de Pinker en el largo debate sobre el “cientifismo”: ¿intentan la ciencia y los científicos colonizar áreas de la vida intelectual que no les pertenecen?

Lejos de negarlo, como han hecho numerosos científicos, Pinker se atrevió a decir que eso era algo bueno, siempre y cuando definamos correctamente el término “cientifismo”. Ellos, los humanistas, tienen la culpa, insinuaba, de la decadencia de sus campos de estudio. Al empeñarse en permanecer dentro de sus refugios, inmunes a otras perspectivas, habían facilitado su propia irrelevancia, cada vez mayor. La ciencia no se había embarcado en una “campaña imperialista para ocupar la esfera de las humanidades”, escribió. “La premisa de la ciencia es enriquecer y diversificar las herramientas intelectuales del conocimiento humanístico, no anularlas”.

En una encendida respuesta titulada Crímenes contra las humanidades, Leon Wieseltier, responsable literario de New Republic, acusó a Pinker de negar la mera posibilidad de un conocimiento no científico válido. Qué absurdo, argumentaba, imaginar que el análisis científico de un cuadro –la descomposición química de sus pigmentos y texturas, etcétera– sea todo cuanto podemos decir de él. Pinker lo llama una interpretación “paranoide” de su razonamiento. “¿Cómo es posible que nuestros conocimientos sobre la percepción del color, las formas, la luz, las sombras o el contenido –rostros y paisajes– no enriquezcan nuestra visión del arte?”

Aunque la réplica de Wieseltier sea excesiva, podría tener su punto de razón. Pinker no estaba –ni está– simplemente invitando a los especialistas de las distintas disciplinas a que se comuniquen más entre sí. Su planteamiento es que cualquier especialista comprometido con la idea de que “el mundo es inteligible” está haciendo ciencia. “Los grandes pensadores de la Edad de la Razón y de la Ilustración eran científicos”, escribió, citando a varios filósofos.

De todo ello parece deducirse que las especialidades no científicas no contribuyen a que el  mundo sea inteligible, pero Pinker se revuelve contra eso. “Estoy casado con una humanista. Colaboro con especialistas en humanidades. Trabajo en campos como la lingüística, del que los propios decanos dicen no saber si pertenece o no a las humanidades”, comenta. “Muchos especialistas en humanidades –sobre todo aquí, en Harvard y en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, pero también en otras partes– encuentran muy estimulante el que pueda haber otras vías para aproximarse a los viejos problemas y un flujo de ideas novedosas. Quiero decir, ¿quién en su sano juicio podría defender el aislamiento como un principio de excelencia en nada?”

“Los grandes pensadores de la Edad de la Razón y de la Ilustración eran científicos”
Claro que se puede estudiar y apreciar un cuadro, admite, de una forma que puede ser descrita como no científica. Pero, dice, “creo que las humanidades se harían un favor si no insistieran en quedarse en su búnker. Si quieres atraer a las mentes más brillantes de la próxima generación lo inteligente es hacerles la promesa de que habrá nuevas vías para entender las cosas: esa misma mentalidad que atrae a gente capaz y ambiciosa a las ciencias podría atraerla a las humanidades”.

“No se trata de interpretar las mismas obras de arte con los mismos métodos una y otra vez”, concluye. “No veo por qué las humanidades no pueden progresar. Wieseltier parecía insistir en que no es posible, pero dudo que la mayoría de los humanistas compartan esa idea. Él dice hablar en nombre de las humanidades. Pero imagino a mucha gente en ese ámbito diciéndole: ‘¡Habla por ti!’”

“Esa misma mentalidad que atrae a gente capaz y ambiciosa a las ciencias, podría atraerla a las humanidades”
Pinker nació en una ciudad bilingüe, Montreal, en 1954, y se crió en una comunidad judía de habla inglesa (su hermana, Susan, también es psicóloga, de la rama clínica más que de la científica). Resulta tentador atribuir las inquietudes intelectuales de Pinker al medio en el que creció. ¿Se debe su interés por el lenguaje al hecho de haberse criado en un campo de batalla lingüístico? Su idea de la mente como un ensamblaje complejo de módulos, cada uno diseñado para un objetivo diferente, ¿surgió cuando inspeccionaba las máquinas que su abuelo usaba como fabricante de prendas de vestir? ¿Fue la circunstancia de crecer en los 60, cuando muchos liberales abrazaron el modelo del hombre que “empieza de cero” como condición previa para un cambio radical lo que impulsó a rebelarse contra esa noción en su trabajo?

Es arriesgado hacer especulaciones acerca de un psicólogo evolutivo que cree que la herencia genética es más importante que la influencia paterna o generacional. Pero ¿cuánto cree Pinker que han influido los genes en su carrera profesional y cuánto su educación?

La influencia de los genes


“Hay universos paralelos en los que yo no habría escrito Los mejores ángeles de nuestra naturaleza o El instinto del lenguaje”, dice. “Pero probablemente me habría dedicado a alguna ciencia humana. No creo que hubiera sido físico: soy demasiado curioso, estoy demasiado interesado en los humanos”. Por otra parte, “seguramente no habría sido un crítico literario”.

En este universo, Pinker estudió psicología experimental en la Universidad McGill de Montreal antes de hacer el doctorado en la misma disciplina en Harvard. Ha pasado el resto de su carrera profesional allí y en el Instituto Tecnológico de Massachusetts, al final de la calle.

Venga de donde venga el temperamento de Pinker, incluye unas tremendas ganas de trabajar. Además de controlar obsesivamente cuanto tenga que ver con su labor como profesor titular del Johnstone Family Professorship de Psicología en Harvard, Pinker dedica el máximo tiempo posible a la investigación, las conferencias y los artículos, y se sumerge durante meses en largos maratones de escritura.

“Cuando escribo un libro, lo ocupa casi todo”, dice recordando el año que pasó en su casa de Cape Cod redactando Los mejores ángeles…, los siete días de la semana, a veces hasta las tres de la mañana. “Intento hacer ejercicio. Intento pasar algún tiempo comportándome como un ser humano con mi mujer” –para distraerse, él y Goldstein comparten un tándem y un kayak-. “Por suerte, ella también es una escritora apasionada, así que me comprende”.

“No estoy en Facebook. No veo muchas películas ni veo mucha televisión. Y no mantengo demasiadas reuniones personales”
La pareja no tiene niños, un hecho que a veces Pinker aprovecha para ilustrar la naturaleza no determinante de las predisposiciones genéticas. Podría estar predispuesto, por selección natural, a reproducirse, pero ha usado su lóbulo frontal, una parte crucial de su herencia evolutiva, para decidir no hacerlo. “Hay que sacrificar algunas cosas”, dice Pinker. “No estoy en Facebook. No veo muchas películas ni veo mucha televisión, no por considerarla algo inferior sino por falta de tiempo. Y no mantengo demasiadas reuniones personales”. Si no fuera por el ruido de las teclas, el hogar Pinker-Goldstein permanecería en silencio durante días y semanas.

Ambos son ateos declarados. Y sin embargo, aunque Pinker ha recibido premios de algunas organizaciones ateas por apoyar su causa, lo cierto es que su trabajo nunca se ha centrado en la religión o en sus enemigos. Un libro de Pinker sobre el tema se vendería seguramente mucho y le consagraría como el quinto jinete del Nuevo Ateísmo. Pero “no hay suficiente contenido intelectual ahí, al menos a mi entender, como para estudiarlo”, dice. “Creo que Richard Dawkins ha hecho un buen trabajo: no creo que yo tenga mucho que añadir”.

No debería interpretarse la relativa falta de compromiso de Pinker con las modernas guerras contra las creencias religiosas como un respaldo al argumento de Stephen Jay Gould, según el cual la religión y la ciencia son “magisterios no superpuestos”, cada uno una esfera legítima de autoridad que debería mantenerse al margen de los asuntos del otro. “De hecho”, dice Pinker, “las religiones siempre se han preocupado de cuestiones científicas… Todas las grandes religiones del mundo tienen mitos originarios, teorías psicológicas acerca de qué es lo que anima al cuerpo y le permite tomar decisiones. Y creo que la ciencia ha competido con éxito en ese terreno: ha demostrado que esas explicaciones son objetivamente erróneas”.

Y tampoco, en su opinión, debería la religión tener ninguna prerrogativa sobre la moralidad: “Con eso no quiero decir que la moralidad vaya a estar determinada por la biología. Podría ser, pero creo que más bien es un tema para la filosofía moral secular”.

¿Hay algún tipo de espiritualidad, aunque sea no religiosa, que juegue algún papel en su vida?

“Desconfío de la palabra espiritual”, dice. “Quiero decir, tengo una sensación de maravilla y de asombro, un sensación de vértigo intelectual al meditar sobre ciertas cuestiones. Dudo en usar la palabra espiritual por su larga relación con lo sobrenatural”.

“Las religiones siempre se han preocupado de cuestiones científicas. Y la ciencia ha competido con éxito: ha demostrado que esas explicaciones son objetivamente erróneas”
El próximo libro de Pinker, El sentido del estilo, será un manual de estilo para escritores que incluya nociones de psicología cognitiva y lingüística. Por ejemplo, ofrecerá consejos sobre cómo sortear “la maldición del conocimiento”, las dificultades con que se encuentran los escritores incapaces de ponerse en la mente de un lector que aún no sabe tanto como él. O sobre la cuestión de cómo relacionarse con el lector imaginario: nociones psicológicas. Pinker argumentará y mostrará que la metáfora más adecuada es la de la visión: que “la actitud que tomas como escritor debería ser la de pretender que estás señalando algo en el mundo que el lector podría ver con sus propios ojos si tuviera una perspectiva despejada”.

Desde el momento en que estos y otros hallazgos dependen de los razonamientos de la psicología evolutiva, están expuestos a la crítica constante: ¿no son culpables los psicólogos evolutivos de fabricar retrospectivamente teorías impecables, sin que pueda demostrarse si son o no ciertas?

En un pasaje memorable de Cómo funciona la mente, Pinker sugiere que nuestra tendencia cultural a recompensar a los ejecutivos de éxito (y a los académicos de Harvard) con despachos en las plantas altas podría venir de una preferencia adaptativa por tener buenas vistas del terreno que nos rodea, ya que esa es la mejor manera de defenderse de un ataque. Pero en un mundo alternativo donde premiáramos a los ejecutivos con despachos en el sótano, ¿no se podría elaborar una explicación especular acerca de las ventajas de poder ocultarse a los demás?

Guerras tribales


Para Pinker, lo esencial es si una hipótesis puede probarse o no. Primero, dice, tendríamos que establecer –mediante experimentos psicológicos o encuestas sobre los precios de los inmuebles- que en efecto existe una preferencia generalizada en nuestra época por los pisos altos con buenas vistas. Luego tendríamos que rastrear pruebas históricas: por ejemplo buscar datos de estudios sobre “guerras tribales; si históricamente ha habido una preferencia por los puntos de observación altos sobre los búnkeres y las madrigueras”. Tener los suficientes datos que demuestren una preferencia a lo largo de la historia y a través de las distintas culturas, y en contextos de vida y muerte, podría equivaler a una buena razón para aceptar tu hipótesis.

Una vez más, Pinker se abre camino fácilmente entre mis críticas. Todos los intentos de desinflar su singular optimismo racional –su convicción de que un pensamiento científico riguroso, aplicado con coherencia, conducirá a la humanidad hacia la razón, la paz y la prosperidad– acaban por fracasar.



“La historia nos demuestra que ha habido casos en los que la comunidad internacional ha alcanzado acuerdos para mejorar el bienestar colectivo”


Ni siquiera el cambio climático, ese caso paradigmático de apatía del hombre frente a un hecho científico, no logra doblegarle. “Creo que sería imprudente decir que lo solucionaremos, pero no creo que lo sea decir que podemos solucionarlo”, dice Pinker. “La historia nos demuestra que ha habido casos en los que la comunidad internacional ha alcanzado acuerdos para mejorar el bienestar colectivo: la prohibición de los ensayos nucleares sería un ejemplo. O la prohibición de la caza de ballenas con fines comerciales. El final de la piratería como un modo legítimo de competencia internacional. También la prohibición de los clorofluorocarbonos”.

En este ámbito, como en cualquier otro, en opinión de Pinker, la ciencia y un optimismo razonable podrían asegurar el éxito. O, como dice él: “No viajamos en un tranvía hacia el olvido”.
  
Steven Arthur Pinker 
(Montreal, 18 de septiembre de 1954) es un psicólogo, científico cognitivo, lingüista y escritor canadiense. Es titular del Johnstone Family Professorship en el Departamento de Psicología de la Universidad de Harvard. Conocido por su visión optimista de la evolución de la naturaleza humana y la violencia en la sociedad, también ha desarrollado numerosas teorías sobre el desarollo “instintivo” del lenguaje en los niños. Sus libros dirigidos al público en general —El instinto del lenguaje, Cómo funciona la mente, Palabras y reglas, La tabla rasa y Los mejores ángeles de nuestra naturaleza— son superventas internacionales y han ganado numerosos premios.

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